MEMORIAS DEL CABALLERO
<< A mi espalda llevo el peso de cientos de almas
musulmanas que arderán en el infierno. Tengo heridas en todas partes y una muy
profunda en el pecho que no para de sangrar. Sin saber cómo mis piernas andan,
temblando, no voy a ningún lado, ¿a dónde voy a ir?, no sé cómo lo pude hacer,
la ira y la ambición me han llevado por el mal camino. Me han quitado todo y
hasta lo que más quería me lo he quitado yo mismo. ¡Miento!, hay una cosa que
no me podrán quitar: mi fe. No tengo miedo a morir, no; ni nunca lo tendré. Mis
piernas tropiezan y caigo al suelo, mis párpados se cierran y todo se vuelve
borroso...>>
Su nombre era Gerardo Tolinos. Noble
guerrero de las tropas aragonesas. Un hombre corpulento pero a la vez ágil,
pelo largo y castaño, ojos marrones como la tierra que podrían decir más de él
que su propia boca. Muy inteligente y con una gran capacidad estratégica. Esta
es su historia.
Catorce
de marzo del año del señor 1202.
Pienso que mis hombres están preparados
para todo. Hemos crecido con el sonido de las espadas desde la cuna. Su ira y
la de sus antepasados se acumulan en sus mentes creciendo así su sed de sangre.
Ellos han participado en guerras sí, pero no tan importantes como esta; vamos a
asaltar la fortaleza de Alhama y enviar a esos musulmanes que la habiten con su
dios.
Medito esto mientras estoy entrenando
con Tomás, uno de mis mejores hombres y un buen amigo. Intenta encontrarme el
punto débil pero mi espada es como un escudo para mí. Lanza una estocada hacia
mi costado y rápidamente la esquivo y apunto con mi espada hacia su cuello.
—Estás
muerto —dijo con serenidad.
—Puf
—suspira riéndose—. La próxima vez seré yo el que
diga esas palabras.
No termina la frase cuando mira hacia
la derecha. Yo miro también. Es el obispo de Valencia, un hombre joven pero a
la vez muy altivo.
—Buenos días señor
Tolinos, ¿podemos hablar un momento en privado? —dice el hombre.
—Claro —hago
un gesto a Tomás para que se vaya —.
¿A qué se debe esta ilustrísima visita?
—Nuestro Rey Pedro II ha
decidido que nos retiremos y esperemos a las demás tropas.
—Pero,
¿está de broma? Hemos esperado mucho tiempo para esto —dijo furioso.
—Lo
siento son las órdenes de nuestro Rey y hay que acatarlas— dice el obispo.
—De
acuerdo, hablare con mi tropa, les costara entenderlo, yo solo le aviso.
En la última frase le mentí, ni por
asomo íbamos a abandonar. Les diré que iremos nosotros por la madrugada a
hurtadillas. Tenemos experiencia de sobra. Cuando llego se lo comento. Lo que
yo decía: todos han dicho que si. Después los mando que se vayan a dormir; debemos
estar descansados.
A media noche nos levantamos y vamos
directos hacia la fortaleza. Ninguno tenemos miedo porque lo hacemos por
nuestras familias, por la corona de Aragón y por nuestra religión. Después de
un largo trayecto nos colamos por uno de los lados. Cuando ya hemos matado a cinco
arqueros un enemigo chilla y todo el castillo se alarma. Empiezan a salir
enemigos por todas partes. Mato a uno y me separo de mi tropa. Entro en una
habitación con decoración musulmana; de repente sale de un armario una joven,
me empuja, se abalanza sobre mí y pone su daga en mi cuello. En el exterior
oigo gritos de mis hombres y eso me pone los pelos de punta. Antes de que la
chica pueda reaccionar le pego una patada en la barriga, seguida de un puñetazo
en la cara. Estamos dando vueltas alrededor de la habitación, acechándonos el
uno al otro. Salgo corriendo hacia ella y de una estocada la desarmo. Cambiamos
las tornas: ahora yo estoy encima de ella y puedo verla. Es musulmana pero con
rasgos castellanos. Seguro que su madre fue violada por algún caballero. Tendrá
mi edad, incluso un poco más mayor, pero es remotamente hermosa, sus ojos
verdes me han hipnotizado. No lo puedo explicar pero le dejo escapar por la
ventana. Ella me mira desconfiada y sin poder explicar por qué sigue con vida. La
joven escapa y yo me quedo de rodillas. De repente uno de mis hombres entra y
vuelvo a la realidad. Me dice que lo han conseguido, que han asaltado la
fortaleza, pero que han muerto una docena de hombres y dos están heridos.
Pronto quemamos los cuerpos de los enemigos, enterramos a nuestros muertos y
curamos a nuestros heridos. Volvemos al campamento dejando atrás la figura de
la enorme fortaleza ardiendo.
Por la mañana tengo que aguantar la
bronca del obispo sobre mi imprudencia. Han muerto doce hombres por mi culpa. Pero
tengo la conciencia tranquila: esos hombres murieron como héroes luchando por
lo que querían.
—Te lo dije Gerardo y
pasaste de mí —dice muy enfadado —. Has desobedecido las órdenes
del Rey. Le voy a mandar una carta esta mañana contándole tu imprudencia.
—Obispo, venga y
escúcheme. Usted le va a contar solo lo que yo quiera que le cuente. Porque
verá, si usted habla de más yo le contaré el robo en la catedral del que usted
fue el cabecilla —digo muy
serio.
—Esto
no acabará así. Se lo aseguro - refunfuña
entre dientes.
Por la tarde quemamos todos los
pergaminos y todos los libros musulmanes. Mientras llueve cenizas que escupe el
fuego sigo pensando en la joven que me encontré. ¿Cómo se llamará? Ni siquiera sé su nombre. Sigo mirando al
horizonte hacia las tierras que pronto atacaremos.
Por la madrugada partimos lo que queda
de mi tropa. Seguimos la nueva ruta trazada por el obispo. Cuando vamos por las
zonas más altas de los montes de Espuña vemos un poblado musulmán y antes de
que yo pueda reaccionar al hombre que va delante de mí le clavan una flecha en
la cabeza.
Maldito sea el obispo. Sabía perfectamente
que esta ruta estaría plagada de enemigos. Por eso solo mandó a nuestra tropa.
Empiezan a salir enemigos de todos lados. Empezamos una ardua batalla. Solo
oigo gritos ahogados y choques de espadas. Cuando estoy sacando la espada de la
boca del enemigo, veo horrorizado que todos están muertos excepto yo y uno más.
Salgo corriendo hacia él lleno de ira.
Se quita la máscara que tapa su rostro y, sorprendido, intento frenar la
estocada, pero es demasiado tarde; mi espada le ha atravesado el estómago. La
joven a la que conocí cae al suelo y me arrodillo ante ella.
—Pe...
pero… ¿qué haces tú aquí? digo casi llorando-.
—Mi
pueblo necesita ayuda y yo se la doy —dice con dificultad—.
Por favor, mátame de una vez. He tenido suerte de que seas tú.
Me acaricia la mejilla, me dice una
cosa al oído, me acaricia la cara, toma su último aliento y cierra los ojos
preparada para dejar este mundo. Finalmente muere entre mis brazos.
<<Las piernas me flaquean, no sé
adónde voy. ¿Adónde ir con este sufrimiento? Llevo heridas en todo el cuerpo.
Tropiezo y caigo al suelo. No tengo miedo a morir. Ni nunca lo tendré. La
ambición y la ira me han llevado por mal camino. Han hecho que pierda lo que más
quería. Mis párpados se cierran lentamente. Cada vez veo menos. Quiero irme ya
de este mundo que solo conoce guerras. Pero me iré tranquilo pues lo que me susurró
la joven al oído era su nombre. >>
Francisco Javier Mármol Molina
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